viernes, 25 de noviembre de 2016

Aprendiendo a andar

(Día 2.230)

Terminé la última entrada y me fui a dormir. Pero sólo se quedó en el intento. 

El día comenzó muy pronto, pese que hasta las doce del mediodía no tenía que ingresar.
Últimos preparativos. Maleta, neceser, bocadillo de jamón, almohada, libro, música, mala leche.

Llegó el momento de partir y bajé al coche, que lo había aparcado algo lejos el día anterior. Y ya montado me acordé de que no había cogido la pulsera roja. Sí, esa que te dan el día de las pruebas cruzadas para tenerte preparados fileticos tiernos, tiernos, si se terciara o terciase.

Y vuelta a casa con el coche, soltando sapos y culebras, hasta que un contenedor se interpuso en mi camino cuando traté de aparcar rápido. Y pim, pam, toma lacasitos. Me había dejado media aleta, así, sin darme importancia. Y cuando mi señora madre clamaba a los dioses para no darme un muletazo de época recordé que no hay mejor defensa que un buen ataque. Y hasta ahí puedo leer (porque si no el muletazo me lo acabo llevando).


El caso es que el lunes no podía haber empezado mejor. Pero subí a casa, cogí la maldita pulsera, y con tres cuartos de mi pequeño huevo llegué al hospital. 

No iban a obligarme a ponerme ni una sola pulsera. No iba a estar más de un día ingresado. No iba aceptar cualquier otro escenario. Así de chulo.
Y... quince minutos después de llegar al SPA no llevaba ni una, ni dos, ni tres, si no tres pulseras

Y tras las tres pulseras me esperaba, en la suit asignada, una bonita bata de lunares, así con mucho escote en la espalda. Esa que deja el hojaldre expuesto a las inclemencias meteorológicas y no meteorológicas.

Y ya, de aquella guisa, estaba más que cabreado, más que nervioso, más que acojonado. Mordía. Llevaba mordiendo ya unos días, pero es que ya no me aguantaba ni yo. Ni aguantaba la espera. Sabía que era el segundo del turno de tarde, pero hasta que me prepararon, me pareció llegar a entender el concepto de eternidad.

But... ¡Llegó el momento! Lo sabes porque vienen a rasurarte (y como es la segunda vez que me operan de la cadera... ¡no me pillaron! No. Y es que en la primera protagonicé una escena muy cómica por este motivo).
Muslo suave.
Pirula bajo la lengua.
Gorrito verde para combinarlo con la bata. Ah, ¡y pulseras!

Y llegué al quirófano, ya un poco afectado por los psicotrópicos. Allí, reuní las fuerzas suficientes para incorporarme en la cama, y mirar a todos:
"Confío en vosotros. Gracias de antemano por todo. Y perdonad el cuerpo escombro que hay bajo la bata, espero no traumaros" Y nos reímos todos y yo debí caer esnucao.

Lo siguiente fue la sala de reanimación, unas cuantas horas allí, y me subieron a planta de madrugada.

Una buena meada de anestesia a las cuatro de la mañana me despertó por primera vez. A las seis fue el hambre, pues llevaba desde el domingo por la noche sin comer ni beber. Bocata de jamón y otro sueñecito rico.

Y como todo el mundo sabe, en un hospital se empieza pronto el día. Así que ya no esperé más y miré por primera vez bajo de la sábana.
Apósitos y un drenaje. No mucho más.

Todo había salido bastante bien y así nos lo transmitieron.

Y por majo me dejaron un botoncito mágico. Sólo tenía que apretar si el dolor apretaba para que los mórficos hiciesen de las suyas. Me avisaron de que me podía revolver un pocjajajajajajajaja.


¡Magia! ¡Arte moderno! ¡Viva la morfina!



No pude ser más obediente, si (pre)veía que el dolor acechaba... clic. Y así durante los tres primeros días. Porque sí, eso de que no iba a estar ingresado más de un día...

Sin embargo no me dejaron colocarme gratuitamente:
A las pocas horas me obligaron a dar un par de pasos y sentarme. Vi hasta las estrellas que aún no se han formado.
Además sentía una sensación horrible, como si todo dentro de mi pierna estuviese descolocado. Me daba grima. Y notaba la pierna de la cadera operada más larga que la otra... "¡ya verás, han medido mal y...!".

Dos radiografías después, y tras verlas con mis propios ojos, asumí que todo estaba en su sitio y que aún seguía cagado. Y hacía bien, porque...
ni cuarenta y ocho horas después comencé con la rehabilitación. Entendí perfectamente a Amy y su no, no, no. 

¡Qué dolor! Paloma, la fisio, hizo lo que tenía que hacer, pero a mi me parecieron técnicas de lucha albano-kosovares. Dudaba mucho de que si la prótesis estaba bien colocada, no se saliese. Dudaba mucho del ser humano. Cerré los ojos y me dejé llevar, nihilista total.

Sin embargo, las sesiones de los días siguientes fueron todo alegrías. Estaba claro que tenía la pierna hecha un cisco en general, pero nos habíamos propuesto recuperar toda la musculatura y movilidad posible. Y tuve la suerte de dar con gente excepcional. Y sigue doliendo, pero también se van viendo pequeños progresos.

Y ahí hubo un punto de inflexión.

No por el hecho de bajar a la sala de torturas, si no por ser consciente de que todo ese sufrimiento se estaba transformando en la realidad que llevaba tiempo esperando.

O no. O el punto de inflexión llegó con el maravilloso INHIBIDOR DEL MAL HUMOR.

La verdad es que no lo tengo claro. No sé cuándo llegó el punto de inflexión concretamente, pero llegó. Y tenía ganas de escribir esta entrada para contrarrestar la anterior.

A pesar de que los tiempos de recuperación quizá son más largos de lo que yo preveía y eso va a retrasar muchos planes, va a merecer la pena.
Porque todo merece la pena.
Porque no tenía sentido tanto drama.
Y porque todo es causalidad, y así ha vuelto a ser.
Y porque en cuanto me vuelve la mala leche por sentirme demasiado dependiente (durante mucho tiempo voy a necesitar hasta que me pongan los calcetines) vuelvo a tener la capacidad de contar hasta diez y dar a esto la importancia que tiene.

Y dejar el hospital fue el último empujoncito para afianzarme en la senda del positivismo.

Ahora, ya en casa, me quedo mirando al cielo para saber si voy a poder salir a dar algunos pasos con mis mejores amigas, las muletas, ¡claro! (que están en proceso de customización).

Esto de volver a aprender a andar está siendo, literalmente, una metáfora.

Mientras en la calle pienso en que tengo que doblar la rodilla y apoyar primero el talón, en la cama me brotan razones que dan explicación a levantarme con la sonrisa dibujada.

A veces pierdo la perspectiva, y tengo bastante claro que la última entrada fue totalmente exagerada. O quizá era lo que sentía, pero por suerte... me han debido cambiar el prisma.

Y duele, y limita, y es una putada, pero una putada con un fin previsto. Y tras el fin comenzará todo de nuevo, pero sin dolores.

Paso a paso y tocando fondo para coger impulso.
A veces con fuegos artificiales y piruetas. Otras, sin saltos mortales.

Y... continuará :)

(Gracias, gracias y más gracias a quienes lo habéis hecho tan fácil.
A quien estuvo hasta bajar al quirófano, a los guardaespaldas, a quien me trajo a Benedetti, a mi madre, a las mujeres de la 4ªB, a quien carga la mochila, a quien me está encontrando el cuádriceps, a quienes padecen insomnio).





lunes, 14 de noviembre de 2016

EFECTOS secundarios PRIMARIOS

No sé muy bien cómo comenzar esto.

He estado rumiando rabia y frustración durante los últimos tres días. Y vuelvo a estar aquí. Como si no hubiese pasado el tiempo.
Por eso el título de este post tiene que tener nombre propio.

Le he dado muchas vueltas. ¿Y si llega un pelón o pelona que está comenzando en toda esta mierda por primera vez al blog? ¿Qué cojones va a pensar? ¿Y aquello de pretender que esto fuese un foco de energía positiva?

...

Y aquí estoy. Escribiendo.
En la misma silla, en el mismo escritorio y con el mismo ordenador, sí. La misma escena que se repitió tantas noches. La misma ventana para vomitar bilis. La misma nausea atravesada en mitad de la garganta. Y... ¿el mismo miedo? No. No es el mismo. Pero me acojona igual.

No puedo cerrar los ojos y recrear la sensación de una noche ingresado en el hospital. Es superior a mí, me produce ¿qué? ¿pánico? No tengo claro qué es sentir pánico, pero no sabría describirlo mejor. Viene y va. Viene y va.

Y todo, simplemente, porque mañana es El día.
El día debería ser el principio de un punto y final que ha tardado mucho demasiado en llegar. Mañana, en principio, me despediré de un compendio fantabuloso de dolores y limitaciones. Dolores y limitaciones que llegaron con los efectos secundarios primarios.
Porque el mismo tratamiento que me permite estar escribiendo aquí y ahora, es el mismo que ha provocado que mis caderas ya no puedan menearse como las de Shakira (toda persona que ha pasado una noche conmigo con las caderas no necrosadas, sabe que tengo un ritmo infernal).
Y sí, después de casi catorce meses como catorce soles, comienza oficialmente mi etapa de viejoven.
Me espera una prótesis.

Y no estoy contento. ¡Estoy hasta los huevos! ¡Pero hasta los huevos!
Porque llega de imprevisto. Porque conlleva que se agoten los planes B. Y porque no soporto una puta habitación de hospital.

>Recapitulo:

A finales de septiembre de 2015 comencé a sentir un dolor en la ingle. Aquello, de por sí, provocó una ebullición de miedo en forma de ganglios. El susto pasó. Pero los efectos del diagnóstico real se han ido acentuando día a día. La cabeza del fémur izquierdo se estaba necrosando. ¡Por aquel entonces, claro! Porque lo que se pueden encontrar mañana... yo no sé si es un hueso necrosado o su digievolución.
En mayo de este año se intentaron salvar los muebles, esquivar la prótesis. Una intervención menor que, con suerte, podría producir que la necrosis dejase de avanzar, aliviar el dolor.
Pero... una mierda (como un piano) para mí.

Desde entonces, tras la no recuperación, decidí abordar los efectos secundarios primarios de toda esta jarana a mi manera. Porque me he cansado de conformarme.
¿De verdad no haberla palmado lo compensa todo? En este punto creo que no.

Se aceptan las taras a nivel cognitivo. De hecho, como son obviadas por la gran mayoría al ver un aspecto "saludable", uno no es que lo acepte, es que se resigna a asumir que hay que hacer malabares para sobrellevarlas (y muy aburrido de que tan poca gente empatice).

¿Pero las físicas? ¿Uno se puede resignar también? Es que a mí no me sale.
No he sido capaz de acostumbrarme a este dolor. Misión imposible. Y eso que los dolores que al principio me parecían fuertes ahora parecen una broma.
Y ya, durante las últimas semanas, cuando de repente todo se para y esos pinchazos me han doblado, no me ha importado juntar cuatro pirulas y pasarme por el forro la prescripción oficial. Porque un día a día marcado por el dolor no es vida. No. No lo es.

Ese dolor se ha traducido en diferentes daños colaterales.
Me ha hecho ser una persona dependiente. Me ha robado horas, días y semanas. ¡MESES! Ha cambiado mis planes a su antojo. Me ha traído desgana, apatía y me ha envenenado. Y hace mucho tiempo que siento que yo no soy yo.
Porque únicamente soy lo que todo lo que se va sucediendo me deja ser.
Y no soy yo ni conmigo mismo ni con los demás. Porque no estoy seguro de que nunca haya afrontado esto de la mejor forma. O al menos la más sana. Y no, ya no se dónde termina mi piel y empieza la coraza. Y quizá, siendo un poco más transparente... tantas cosas no habrían sido como al final han acabado siendo... Quizá ni empezado. Quizá.

Me he esforzado por buscar una paz ficticia, por alimentar un mundo de caminos rectos, sin vaivenes. Por cerrar El paréntesis. Pero no.
Nada de eso se puede forzar. Y el resultado es este. Es esto.
Es un "otra vez". Una nueva pulsera roja, que me echa mucha tierra encima. Mucha.

Y no.
No son efectos secundarios. Son efectos primarios.
Porque influyen de manera negativa y de forma constante,cada día. Porque impiden sentir que por fin todo ha terminado. Porque provocan que cada traspiés se sienta como un coletazo más de aquel monstruo.

Y aquí estoy. Escribiendo.
En la misma silla, en el mismo escritorio y con el mismo ordenador, sí. La misma escena que se repitió tantas noches.
Porque hace tres días tuve que regresar a Alcalá.
Porque vuelve a ser la salud la que hace que todo se dé la vuelta. Y porque ha tirado por tierra un montón de decisiones difíciles con las que me ha costado mucho lidiar. Porque es injusto atreverse a saltar al vacío y arriesgarse a un todo o nada y que, de repente, tenga que aparcarse. Otra vez.
Y porque desde que he vuelto, he ido dilapidando horas, por inercia. Mi cuerpo me pedía estar entretenido, pero la cabeza ha jugado a ir a su ritmo.
Y se me ha hecho bola.
Aunque tampoco he querido tocar el tema con nadie. Jugando a evadirme hasta que llegase El día, el lunes (hoy, técnicamente).
Y aquí está.

Y juro por los dioses antiguos que me cago en todo lo cagable.

Aunque también prometo que, si finalmente en unas semanas todo ha ido bien, volveré para desdecirme y achacarlo a un ataque de histeria. A una de esas veces en las que es necesario tocar fondo para volver a coger impulso.

Y ojalá ese impulso me devuelva pronto a un tercero sin ascensor. A escuchar las campanadas de la catedral. A dejarme, por fin, vivir la vida como yo decido, perdido entre calles estrechas y peatonales. Lejos de todo este Ruido. Sin más cambios de dirección impuestos.

Ojalá pronto pueda empezar una entrada diciendo:
"Y aquí estoy. Escribiendo.
Pero no es la misma silla, ni el mismo escritorio.  Y aunque sea el mismo ordenador, esta ya no es la misma escena que se repitió tantas noches".
¡Ojalá!

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Es raro. Después de soltar tanto lastre me siento más ligero... pero no puedo evitar escuchar ya cómo los pitidos resuenan en los pasillos oscuros del hospital. Me es imposible no pensar en estar encerrado allí. Las máquinas toda la noche parpadeando. Goteros. Preguntas. Molestias. Reminiscencias. ¡ASCO PUTO!
Mierda. Mierda. Mierda.

No sabía cómo empezar esta entrada. Tampoco cómo cerrarla.
Así que nada, en unas horas nueva herida de guerra. Y ya está. Porque como a alguien se le ocurra dejarme con cojera el resto de mi vida... correrá sangre.
Y bona nit se ha dicho.

(PDTA: ya profundizaremos en más efectos primarios... o no).